Fran llegó puntual a la plaza de Cascorro y se sentó a los pies de una farola. Había quedado con su amigo Justo, que también vivía en el barrio, para ir juntos al teatro. El sol dotaba al aire de una densidad calentorra que obligaba a la gente a refugiarse en la escasa sombra.
Justo llegó diez minutos después, agitado. Su media melena aún empapada de la ducha.
—Perdona, tío, siempre me pasa igual. Como vivo al lado, me confío y al final voy tarde.
—Nada, no te preocupes, si aún llegamos de sobra.
Se abrazaron y se dieron unas palmaditas hetero en la espalda.
—¿A qué hora empezaba? —dijo Justo.
—En veinte minutos.
—Ah, bueno.
Caminaron hasta La Latina, pero encontraron tapiada la puerta de acceso al metro. Un folio plastificado decía: “La estación permanecerá cerrada por mantenimiento hasta mañana. Existen autobuses alternativos en la superficie”. Encima del texto, una ilustración generada por IA de un obrero vestido de amarillo clavando una pala en el suelo.
—Uf, qué putada. En bus no llegamos ni de coña —dijo Justo.
—No me jodas. Que encima no han sido baratas las entradas…
—Vamos andando. Si apretamos, creo que llegamos.
Y así partieron rumbo a Gran Vía. Tomaron la calle Toledo y avanzaron por la acera con amplias zancadas, esquivando grupos de turistas franceses, sin dejar de mirar al frente. Pasaron por delante de una tienda de chuches. La cristalera mostraba una cuadrícula de metacrilato que alojaba caramelos y gominolas, que brillaban con todos los colores. Justo giró la cabeza hacia Fran y dijo:
—Bueno, y tú qué te cuentas. ¿Qué tal con la chica esta, Marina?
—Marta.
—Eso, Marta.
—Bien, tío. La verdad es que estoy bastante ilusionado —dijo Fran—. Es una tía muy guay. Le mola también todo el rollito del poshumor y tal. De hecho, este finde fuimos a ver a Miguel Noguera. A ver si os la presento pronto.
—Hale, ¿o sea que estáis de novios?
—Sí, bueno. A ver… ella quiere una relación abierta.
Justo se giró hacia Fran, levantando las cejas. Dijo:
—¿Relación abierta? ¿Tú?
Rodearon a un señor rubio de ojos azules que estaba usando uno de esos cajeros con tipo de cambio fraudulento. Sacaba dos billetes de cincuenta y otro de veinte euros.
—A ver, yo no tengo intención de liarme con más gente, pero en realidad me da igual si ella lo hace. Mientras yo no me entere, bien está.
Fran levantó las cejas y curvó la boca hacia abajo. Dijo:
—Pero, hombre, antes o después te enterarás, ¿no? O sea, no entiendo. Pensaba que tú buscabas algo serio.
—Sí, bueno, algo serio sería lo ideal. Pero esto también me vale. O sea, serio es.
—Pero, tío… —Justo se mordió el labio—. ¿A largo plazo, cuál es tu plan? Quiero decir, ¿tu intención es seguir con ella y rezar porque acabe queriendo algo serio también?
—No realmente. A mí me vale con esto. Esto ya es una relación de verdad.
—Pero, tío, eso no es real.
—Esa es tu opinión —repuso Fran.
Pasaron junto a un muro que estaba forrado de carteles. Los letreros anunciaban: “Tony Kamo en Madrid: El hipnotista número uno. Bajar de Peso. Dejar de fumar.” Fran se quedó mirando y lo señaló. Dijo:
—Mira la hipnosis, por ejemplo: tampoco es real y, sin embargo, funciona. Pues esto igual.
Justo estiró los labios en una línea recta y miró a Fran de reojo. Los gemelos de ambos se tensaban según subían la cuesta que llega a Plaza Mayor. Sortearon terrazas repletas de guiris que brindaban bajo nebulizadores. El agua condensada del ambiente formaba riachuelos que bajaban cuadriculados entre las juntas de los adoquines. Justo dijo:
—A ver, no te quiero desilusionar ni nada, solo quiero que seas prudente. No hace falta que te recuerde cómo acabó lo de Ester, ¿no?
—Esto es diferente. Creo que esta vez todo fluye mucho mejor.
Atravesaron la plaza y caminaron hasta la puerta del Sol. Fran preguntó:
—¿Cómo vamos de hora?
Justo miró el móvil y dijo:
—En punto, casi.
—Fuck. En cinco minutos cierran puertas.
Tomaron la calle Montera apretando el paso. Al pasar la comisaría, Justo se fijó en varias mujeres que estaban sentadas en los portales, fingiendo hablar por teléfono. Un señor con bigote se agachó a hablar con una de ellas.
—Perdona por lo de antes, tío. Sabes que no lo digo por joder —dijo Justo—. Solo quiero lo mejor para ti. No me gustaría que volvieran a partirle el corazón a mi mejor amigo. Ya está.
—Tranqui, sé lo que hago.
Giraron a la izquierda, dejando atrás un Taco Bell que tenía un contenedor delante de su puerta. Dos ancianos con mascarilla negra rebuscaban entre las bolsas de basura. Justo aceleró el paso hasta ir a ritmo de marcha ligera. Luego hizo de visera con su mano derecha, buscando la entrada del teatro, y alcanzó a ver cómo la revisora se guardaba el lector de entradas en el bolsillo y empezaba a retirar el seguro que mantenía las puertas abiertas.
—¡Corre, que nos cierran! —dijo Fran.
Y ambos esprintaron hasta la puerta. La revisora les vió llegar jadeando y, con un gesto de desaprobación en la cara, les escaneó las entradas y les permitió entrar a la función, que ya había comenzado.
Dos horas más tarde, ambos amigos abandonaban el teatro. Justo se agarró ambas manos por detrás de la espalda y se estiró.
—Bueno, ¿qué te ha parecido?
—Yo qué sé —dijo Fran—. Es como que en ningún momento he sido capaz de olvidar que estaba viendo una obra.
—Ya. Un poco sobreactuado, ¿no?
Fran se mordió un carrillo. Luego dijo:
—Será eso, sí. Pero, bueno, aun así ha estado entretenido.
Que bien escrito